“¿Vas a ladrar todo el día, perrito, o vas a morder?”
Reservoir Dogs.
Nadie pudo pensar la de vueltas que darían nuestras vidas al entrar por aquella puerta asquerosa sin pomo. Nadie se había despedido de sus familias, nadie había llamado a sus madres para decirles que no asistirían a la próxima comida navideña, a comer canelones y turrón. No es que no llamáramos para evitarles el disgusto, sino porqué tanta gente antes había entrado en esta salita, sin más pérdida que sus carteras, que ninguno de los presentes podíamos imaginar que esta noche se jugaba mucho más.
Crucé la puerta quitándome el sombrero, y el mismo humo que cubría la sala me arrastró hasta mi sitio. Los otros cuatro ya estaban quitándose el abrigo y encendiendo sus cigarrillos, o llenándose el vaso de whisky. Nos saludamos con un nimio gesto de cabeza. Una vez sentados todos alrededor de la mesa redonda, se recordó el precio del bote: cien de los grandes por participante. A mi derecha estaba El Irlandés, un beodo de cabeza a pies que por sus muchos años de experiencia en la barra sabía hacer casi todo borracho. Realmente no era irlandés, pero su aguante con las jarras de cerveza le habían bautizado así.
A su lado estaba El Español: un hombre con barriga y bigote, casi calvo, rudo, y con una camiseta de tirantes blanca. Él sí era español, no hacía falta jurarlo. Éste, desparramado sobre su silla y sobre la mesa, hacía retirar al siguiente hacia la derecha, El Italiano, un joven delgado de mala reputación con familiares en la mafia.
A la derecha de El Italiano estaba El Argentino, un tipo hablador que siempre bromeaba, a veces más de la cuenta cuando bebía bourbon. A su lado estaba yo, El Esquimal.
Todos nos conocíamos de vista, habíamos coincidido alguna que otra vez en bares o se habían cruzado nuestros intereses mercantiles en ocasiones. Ninguno de nosotros era la definición de amable, de buena persona, por eso podíamos estar todos en la misma habitación sin acabar a balazos. A excepción de El Irlandés. El Irlandés era buena persona, pero muy cabrón.
Al empezar la partida se nota la tensión inicial. Veo mi siete y mi tres. El Italiano sube de inicio, El Argentino lo ve, << ¿Cómo empiezas tan fuerte huevón? no ves que es la primera mano!>>. Yo no voy. El Irlandés tranquilamente coloca las fichas de más en la zona de apuesta, mientras El Español las arroja sobre la mesa.
Cuando no juegas una mano, es importante observar el juego de los demás para poder predecir cómo actuarán más adelante.
La primera mano ya resulta ser una gran carnicería entre El Italiano y El Español. Gana éste ultimo por carta alta, casi arruinando a El Italiano a la primera.
A medida que pasan las rondas todos vamos jugando más tranquilos, a diferencia de El Italiano, cada vez más nervioso, cómo a punto de sufrir un cortocircuito.
En el ecuador de la partida, El Italiano sufre otra gran pérdida y delante de un comentario de El Argentino, el calabrés se levanta coge el revólver y dispara a la cabeza del sudamericano. Pum. Todos le miramos con cara de reprobación, pero al fin y al cabo El Argentino siempre fue un estafador, nadie le echará en falta.
Las fichas siguen intercambiándose de manos, el dealer sigue girando, hasta que nuevamente El Español le gana una gran cantidad de fichas a El Italiano: <
El Irlandés es quién más fichas tiene, el calabrés el que menos, y así vamos aguantando los tres unas cuantas rondas, cuando de repente aparece el All in de El Italiano. El Irlandés lo iguala, yo no lo veo, no quiero arriesgarme, es demasiado dinero para perderlo en una sola mano. Antes de girar las cartas, El Italiano saca la pistola y apunta a El Irlandés. <
Se oyeron dos disparos consecutivos, cayeron dos cuerpos al suelo: uno era pesado y anciano, el otro lozano y jovial. Guardé mi revólver, cogí el dinero y me dispuse a salir hacía el coche patrulla que me esperaba.
Recordad que por aprovecharme tan solo soy un cabrón en un mar de estúpidos.

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