A esas alturas, ya no había quién se reconociese; apenas había farolas en ese pueblo, encima la mitad estaban ya estropeadas por su pésimo mantenimiento o bien destrozadas por los chiquillos que aburridos reían cuando conseguían tocar una con alguna robusta piedra. Podríamos habernos quitado el yelmo, podríamos haberlo dejado en nuestra cabeza, era irritantemente homólogo, horrible!
Cuando por fin nos detuvimos, no sabía ya si era yo el acompañante o el acompañado; que sarta de mentidas habían sido mis vehementes pasos! Como si no tuviera yo dilemas… Si al menos hubiera sabido dónde nos dirigíamos, podría haber justificado mi marcha. Pero no fue así, me encontré delante del profundo lago de la aldea, una charca realmente grande para tan pequeño villorrio, profundo y negro como el más siniestro de los pozos, como el pelo escondido bajo el yelmo de mi bonita acompañante, azabache; aun agitado y febril como me encontraba tuve el antojo de acariciárselos, hacerlos correr entre cada uno de mis cinco dedos, la coraza lo impidió. Nunca me había sido especialmente simpático ese estanque, ya de niño, durante los calurosos días de verano, prefería ir a remojarme al río que a ese maldito charco, alumbrado pero tenebroso, concurrido pero nada atrayente.
Cómo los vasos de whisky en el bar no ayudaban a recordar quién de los dos había decidido establecer ese destino, pregunte algo inseguro: - Oye, con la de sitios que hay…Debías llevarme a este? Es invierno y hace frío, hay humedad.
- Lo sé, pero aquí nadie nos molestará… - Soltó en un hilo de voz atrayente.
Al oír esas dulces palabras, mandé a la porra mis manías sobre gargantas de lobo en forma de pozo, o esas decisiones que llevaban algunos días bailando en mi cabeza… La cogí por la cintura y me dispuse a besarla.
miércoles, 20 de enero de 2010
Suscribirse a:
Comentarios (Atom)
